domingo, 28 de agosto de 2011

LA REFORMA CONSTITUCIONAL

Cuando a principios de esta crisis se aunaron ingenuas voluntades para refundar el capitalismo y buscar soluciones a los problemas que habían propiciado el arranque de la crisis, parecían localizadas las causas, y la pose de los principales mandatarios del mundo apuntaba a una clara determinación política para establecer las suficientes reformas como para que lo ocurrido no volviera a suceder. A la vuelta de los años se ha podido comprobar que las infructuosas, aunque mediáticas, reuniones del G-20 solo sirvieron para premiar el riesgo moral de los directivos bancarios y para blindar las premisas del capitalismo y la soberanía de los mercados de capitales. Las causas siguen sin abordarse de forma creíble. Por supuesto no hablo de las causas profundas o estructurales que subyacen a la crisis financiera: crisis económica, crisis social y crisis ambiental. Hablo de las meramente superficiales, es decir, las relacionadas con la crisis financiera. Los problemas financieros que desencadenaron la crisis actual se mantienen intactos. Se mantiene la impunidad de los paraísos fiscales, la excesiva movilidad del capital frente al resto de factores productivos, y, sobre todo, la falta de regulación de los mercados de capitales.

En lo que llevamos de crisis, el ideario neoliberal, que, paradójicamente, ha pedido abiertamente la intervención pública para socializar las pérdidas de las grandes corporaciones, ha conseguido poner el carro delante de los bueyes y naturalizar nuevamente sus axiomas, recogidos en la biblia del Consenso de Washington, pregonados por la miríada de premios Nobel de la Escuela de Chicago, y secundados por la mayoría de nuestros más ilustres y acomodados economistas, que siguen recurriendo a los tópicos de siempre y que son incapaces de articular un nuevo discurso. Lo que era la causa, la capacidad performativa de los mercados de capitales debido a su falta de regulación, se ha convertido en el efecto. Resulta que lo que hay que regular no son los mercados, sino la política, y dejar que los mercados sigan campando a sus anchas y sigan creando exuberancia financiera. Los mercados de capitales han marcado la agenda política de los últimos meses en nuestro país, provocando una reforma laboral lesiva para los trabajadores, sin tener efectos positivos sobre el empleo: generando mayor desempleo y mayor precariedad; provocando igualmente una inoportuna reforma del sistema de pensiones sin ningún rigor actuarial y obviando la paradoja de aumentar la edad de jubilación en un país con cinco millones de parados; y provocando abiertamente que el peso de la crisis recaiga en los funcionarios y en las clases más desfavorecidas.

El colmo del chantaje de los mercados, esa entelequia que hoy lo justifica todo en este mundo de pensamiento débil (y único: el Consenso de Washington) que nos ha tocado vivir, sobre la política, ha sido la reforma de la Constitución que han puesto en marcha el Gobierno y ha encontrado el inmediato apoyo del Partido Popular, probablemente ante la petición de BCE como contrapartida al cable que nos ha echado comprando deuda pública española. Me parece un gesto desproporcionado dentro del marco de la política de gestos a la que estamos asistiendo para contentar a los agentes financieros, a los mercados y a las casas de calificación, las mismas que no supieron anticipar la crisis aunque no dudan descarada y sistemáticamente en certificarla. Es un gesto desproporcionado por el momento (el final de una legislatura con la disolución del Parlamento a la vuelta de la esquina); es desproporcionado por ser una reforma innecesaria (no es necesaria la reforma de la Constitución para establecer límites para el déficit estructural y para la deuda pública); es desproporcionado por existir razones más prioritarias para reformar la constitución (e. g.: la reforma del Senado); y es desproporcionado por haber sido promovido por un gobierno de izquierdas. No es de extrañar que haya sido refrendado inmediatamente por la oposición de derechas, pues la limitación del déficit estructural supone limitar conceptual y cuantitativamente la presencia del Estado, limitar el componente redistributivo del gasto público, y sobre todo, limitar las políticas sociales.

Y para colmo, una vez que se toma la decisión, el texto que se decide es impreciso y vacuo, excesivamente programático, por lo que prácticamente no ha tenido un efecto positivo sólido sobre los mercados, que es de lo que se trataba. No se podía haber hecho peor; ni se ha podido ser más complaciente con el ideario neoliberal.