miércoles, 13 de abril de 2011

CRISIS DE LA CIENCIA ECONÓMICA


Esta crisis ha puesto de manifiesto las deficiencias intelectuales de la ciencia económica para describir los procesos socioeconómicos de nuestro tiempo, así como para articular una verdadera política económica con consecuencias más o menos presumibles. Dadas las circunstancias, la sociedad debe ejercer la acción redhibitoria hacia esta disciplina, que ha acaparado una gran parte del protagonismo de la actividad política, hasta desnaturalizarla, y que en estos momentos está sufriendo una parálisis sin precedentes a la que no están aportando nada ni los académicos ni los policy makers.

Ciertamente, en la actualidad, no contamos con un Keynes que habilite nuevos instrumentos macroeconómicos para atajar una situación de encrucijada como la actual, caracterizada por la parálisis financiera, el apagón económico, el preludio de un choque petrolero y la destrucción masiva de empleo. Nos tenemos que conformar con un Nouriel Roubini, que tan sólo se ha convertido en portavoz de todos aquellos economistas que alertaron de la situación de burbuja, y que fueron sistemáticamente tachados por la mayoría de instituciones (gobiernos, bancos centrales, entidades bancarias, asociaciones de empresarios…) como aguafiestas de aquel festival de la plusvalía inmobiliaria al que hemos asistido durante casi una década. En estos momentos, desafortunadamente, ni tenemos un diagnóstico creíble de la situación, ni tenemos una terapia más o menos certera que nos permita abordar la complejidad de esta crisis poliédrica en todo su entramado. Hemos vivido la primera ola de restricción del crédito, y vendrá una segunda ola en forma de réplica si no somos capaces de cambiar muchos de los estímulos que mueven nuestra economía y nuestras finanzas. Y todo esto se ha producido por confundir los síntomas con la enfermedad. Y, no hay que olvidarlo, aquellos planteamientos del inicio de la crisis, que invitaban a llevar una rigurosa contabilidad social de la ayuda financiera pública a la banca, se han diluido entre la confusión política y el inicio del expolio de las cajas de ahorro al que estamos asistiendo con una pasividad y una indolencia sorprendentes.

La economía que se está enseñando en las facultades es una falacia. Estamos engañando a muchos jóvenes acerca de unos principios, los de la teoría económica, que se han construido al albur del espíritu fáustico de una ciencia con grandes ambiciones matematizadoras y tautológicas. Los estamos engañando a la hora de medir la riqueza, a la hora de prescindir de las limitaciones ambientales y humanas, a la hora de considerar permutables el capital financiero y el capital ambiental, a la hora de enunciar nuevas premisas de la economía ambiental, a la hora de sobredimensionar la economía financiera sobre la economía real, etc. Seguimos reiterando los trasnochados tópicos de la economía neoclásica. Y los policy makers, por su parte, nos abruman con sus mensajes ambiguos: nos dicen por un lado que debemos ser austeros, y, por el otro, que debemos gastar para estimular el consumo, pues el crecimiento en España debe basarse en el mercado interior ante la falta de capacidad exportadora. En otro sentido, le dicen a la banca que debe recapitalizarse, y, en otro, que debe prestar a las empresas; o, aprovechando las convocatorias electorales, que es posible aumentar el gasto reduciendo los impuestos; o, abusando de los planteamientos maniqueos, se recurre sistemáticamente al eterno y aburrido debate entre Estado y mercado... Todo esto no hace sino confundir más a la gente, que sigue sin ver la salida a este oscuro túnel en el que estamos inmersos.

Ya no basta con reconocer que estamos en crisis. Es necesario un diagnóstico veraz para atajarla, y la Academia no está ayudando a definir el nuevo paradigma que estamos necesitando. Y la izquierda no encuentra argumentos intelectuales para poner en evidencia la crisis del sistema capitalista: una descomunal crisis ambiental y humanitaria.

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