miércoles, 13 de abril de 2011

HAWKING Y DIOS


La historia de la física está plagada de intentos por demostrar la inexistencia o insuficiencia de dios. La fisica y la teología comparten un pasado común en la filosofía y en la mitología, por lo que igualmente comparten un corpus genético que permite hibridaciones panteístas, en muchos casos feraces, y, en otros, los más, decepcionantes, para el progreso del saber y del conocimiento. Sin ir más lejos, el big bang, o la teoría del todo, no dejan de tener los mismos principios teológicos que el acto creacionista divino del Génesis, por lo que encajaría perfectamente como concepto en la Conservapedia.

La eclosión de la física cuántica a principios del siglo XX abría una brecha absoluta entre el macrocosmos y el microcosmos, rompiendo con el principio científico de causalidad y mostrando a la comunidad científica un dios jugando a los dados, el dios que tanto irritaba a Einstein. Las leyes gravitacionales ya no eran aplicables al mundo subatómico, un mundo que ya no era tan sólido como Lucrecio o Demócrito creyeron. Nos aventuramos, entonces, en un mundo mucho más clinaménico que parmenídeo, y, por supuesto, en el mundo de lo complejo y de lo incierto (Heinseberg) que sospechaba sistemáticamente de los principios explicativos derivados de la navaja de Occam.

Desde la razón y la ciencia se ha intentado justificar o rebatir a dios. Las distintas pruebas ontológicas (San Anselmo, San Agustín, Descartes...), impregnadas de escolasticismo, confundían la existencia con la perfección, y, más tarde, la ilustración kantiana concibió a dios como un mero postulado de la razón práctica. Hegel, por su parte, como buen spinoziano, cayó en el panlogismo, en la hibridación definitiva entre lo real y lo racional. Por su parte, de la Escuela Politécnica francesa, cuyo espíritu estuvo presente a lo largo de todo el siglo XIX en Europa, heredamos la ubrys científico-tecnológica, y el resultado es la patética situación actual de culto ciego y desmesurado (ubrys) al progreso científico-tecnológico. La ubrys de los politécnicos hizo de la ciencia una verdadera religión, y desde entonces la ciencia ha propuesto tantos o más absolutos que la teología.

Y dios es el mayor de los absolutos, el absoluto neguentrópico, por utilizar la terminología termodinámica. La ciencia no necesita de los absolutos, ni para confirmar ni para negar a dios, pero sí necesita de una ubrys moderada (¿oxímoron?) para avanzar en el conocimiento científico, es decir, necesita de la desmesura, de lo espiritual y de lo religioso, como principio godeliano, porque la ciencia no es esencialmente axiomática. El hombre es un ser religioso por naturaleza, y lo es, no por miedo, como así lo entendían  Feuerbach o Marx, sino por su necesidad congénita de inteligibilidad. Nietzsche y Comte (un politécnico) han sido los filósofos que más han entendido la ubrys como clave para entender lo humano. La sociedad, la política, la economía y la ciencia, en la actualidad, están impregnadas de más principios teológicos de lo que creemos.

Pero no hay que confundir la ubrys con la búsqueda de lo absoluto. La ciencia está condenada al relativismo, y cualquier injerencia en el ámbito teológico no deja de ser sino un abuso de la ubrys razonable que precisa el intelecto humano para propiciar la inteligibilidad del mundo. Y la boutade de Hawking en torno a la existencia de dios no deja de ser sino un reclamo publicitario para  su nuevo, y seguro que interesante, producto editorial. Que dios no existe, ya lo sabíamos, tan sólo nos basta oír a Ratzinger.

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