miércoles, 13 de abril de 2011

LA MUERTE DE LA POLÍTICA



De las cien economías más grandes del mundo, al menos la mitad son empresas y no países, hecho que pone de manifiesto la capacidad de influencia y de extorsión de las corporaciones transnacionales sobre los gobiernos y sobre los Estados. Los parlamentos nacionales se hallan acosados sistemáticamente por miles de lobbies que intentan influir descarada y torticeramente en los procesos legislativos para que se legisle en su beneficio, y siempre utilizando la excusa de que son ellos los que introducen racionalidad a dichos procesos, y no las deliberaciones y la dialéctica parlamentarias.

Además, en las últimas décadas, los mercados de capitales se han caracterizado por llevar al máximo de abstracción el poder económico, haciendo de las finanzas un proceso indefinidamente especulativo y piramidal que funciona indefinidamente mientras que nadie se plantee la redención de los activos, algo a lo que los economistas denominan eufemísticamente como “confianza”. La economía real, que se rige por curvas y patrones prácticamente lineales y crecimientos moderados, ha sido fagocitada por la economía financiera, que se rige por curvas y patrones exponenciales (la función del interés compuesto) y crecimientos desmesurados. Por su parte, el riesgo idiosincrásico ha sido trasvasado a fórmulas de riesgo sistémico por parte de la banca, poniendo recurrentemente en riesgo los pilares y la estabilidad política de la sociedad. Igualmente, la quiebra de la economía salarial ha desmovilizado al movimiento obrero, dejando unas instituciones sindicales petrificadas e incapaces de interpretar lo que está ocurriendo en claves estructurales, y difuminando a su vez al sujeto político.

Pero hay más realidades sintomáticas del sometimiento de la política a las finanzas. La terciarización de la economía y el Estado providencia, que parecían la materialización definitiva del progreso socioeconómico, han generado subclases salariales, sobreexplotación y economía informal, mostrándose escasamente competitivos en comparación con las economías industriales de los países emergentes, como puede ser el caso de China. Y, cómo olvidarlo, los ingentes recursos destinados al salvamento de la banca, decisión tomada al margen de los ciudadanos, han prevalecido por encima de las necesidades y derechos sociales de éstos.

El intento acrobático y gatopardista del G-20 de refundar el capitalismo no ha tenido, como era previsible, ninguna consecuencia. Seguimos con los mismos paraísos fiscales; seguimos con el marco regulatorio que ha propiciado esta crisis, especialmente con Basilea II; seguimos con los mismos dirigentes bancarios al frente de las entidades, que las han sobreapalancado, y que a su vez han transmitido dicho sobreapalancamiento al conjunto del sistema a través de procesos de titulización. Unos dirigentes que se han saltado las más esenciales buenas prácticas de gobierno corporativo, asumiendo más riesgo del necesario, y teniendo incentivos para hacerlo gracias al perverso y procíclico marco regulador. Su desproporcionada ambición ha generado elevados costes de agencia para las entidades, y éstas han puesto a punto su capacidad para hacer sistémicos dichos costes/riesgos. Y ha sido precisamente esta capacidad la que ha generado la sensación en los ciudadanos de que esta crisis no la están pagando los que la han provocado.

La llamada de Obama a Zapatero, así como las advertencias de los mercados a los Gobiernos a través de las casas de rating, no es sino la parte más visible del fenómeno al que estamos asistiendo de dominación de la política por el capital. La política económica y la política social vienen hoy determinadas por la agenda financiera. Es necesario recuperar la política con mayúsculas, pues las contradicciones del capitalismo se hacen hoy más presentes que nunca.

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