miércoles, 13 de abril de 2011

TOROS


No deja de sorprenderme el infantil debate generado por la ilegalización de las corridas de toros en Cataluña. Me he encontrado con opiniones de muy diverso calado, procedentes de personas de muy diferente factura intelectual, y todas ellas, de forma conjunta, no muestran sino la inmadurez de un pueblo que no sabe cómo gestionar un atavismo incómodo, pero morboso, que tiene un terrible poder simbólico y un feraz envión mitológico. Si del toro puede salir un debate nacionalista, un debate sobre el sujeto jurídico, un debate identitario, un debate sobre el fracasado proyecto ilustrado español, un debate sobre castas y subespeciaciones, un debate sobre el patrimonio cultural, o un debate civilizatorio, y si acerca del toro pueden extraerse descontextualizadas conclusiones y aserciones que van desde un Jovellanos hasta un Kant, todo esto no quiere decir sino que nuestros intelectuales, nuestros periodistas y nuestros políticos son unos ingenuos o tienen mucho tiempo libre. Algo así a como le ocurría a los escolásticos medievales y sus sorites, que se pasaban días discutiendo con fruición sobre cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler.

Estoy absolutamente convencido de que las corridas de toros serán en el futuro un exotismo o una práctica ilegal; tan sólo es cuestión de tiempo. Lo que ha ocurrido en Cataluña probablemente ocurra pronto en toda España. Un pueblo que tiene aspiraciones éticas y culturales tiene que pasar necesariamente por la evolución de su sensibilidad en este itinerario. Y si alguien quiere defender las corridas, que lo diga claramente por qué es, que diga cuál es su tara, y que no recurra a superestructuras o a sorites culturales, artísticas o intelectuales. Que diga que es porque disfruta con el sufrimiento en la piel de otro ser vivo; que diga que es por el mero prurito de ver cómo agoniza y se desangra un animal en la arena; que diga que es porque le encanta delegar en el torero toda su capacidad de ensañamiento hasta dar con la muerte de un ser vivo prostrado e indefenso. Y es que al final de la cebra está el tigre, un aforismo tan spinoziano como pantojista.

Me aburre soberanamente argumentar sobre este tema desde el trapecio intelectual, creo que sobre este tema sólo es preciso opinar desde el sentido común, desde el buen gusto y la sensibilidad. Me preocupa seriamente que alguien pueda disfrutar mínimamente, mediante cualquier excusa, del sufrimiento de un animal acorralado, asustado, asaeteado y dolorido, mientras que se da un homenaje, como ocurre en la plaza de Almería, con pantagruélicas meriendas de pan, jamón y vino. En el vestíbulo de la ética está la estética, es decir, el buen gusto.

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